Felicidad y nostalgia es lo que siente uno al recordar esos tiempos tan maravilloso de los cinco y siete años, cuando todo estaba por descubrir y cuando el campo era tan inmenso que parecía no acabar nunca. Hace un tiempo, cuando iba a ver a mi hermano Javier, justo al pie de una palmer’a en la fabriquilla había unos matorrales de ombliguitos, que me he tirado para ellos sin pensar y he cogido uno y me he puesto a chuparlo, de repente el cuerpo se me ha estremecido y ya no sé si son los recuerdos, el agrio de la planta o el pensar cuantos perros se habrán meado encima de las plantas tan vistosas y amarillas. Yo creo que si no has comido esta planta, es como si no hubieses tenido infancia, pues todos los niños de mi época y que nos criamos en el pueblo, nos gustaba salir de la escuela o ir al campo para recoger ombliguitos y sentarnos en un ribazo para chupar ese tallo, frío y acido que tanto nos estremecía. No es que pasáramos penumbra, que sí que la había, si no que era algo inherente en todos los críos de esa época. Llegamos incluso a saber los sitios y lugares en donde se encontraban los más ricos y deliciosos, esos que nadie había llegado a pisar nunca.

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