La escritura de los dioses | Crítica

Los dioses de arena

  • Siruela publica, en traducción de la poeta Victoria León, 'La escritura de los dioses', obra del periodista norteamericano Edward Dolnick, donde se narra el descubrimiento y el posterior desciframiento de la piedra Rosetta

Bonaparte ante la Esfinge. Jean-Léon Géròme. 1867

Bonaparte ante la Esfinge. Jean-Léon Géròme. 1867

Es Plinio el Viejo quien consigna, en su Historia Natural, que la “dificultad de transportar los obeliscos a Roma por mar superó a todas las demás”. Un episodio similar se recoge en La escritura de los dioses; en esta ocasión, durante el expolio de un obelisco a instancias del británico William Bankes, el cual tendrá su importancia -marginal-, en esta larga aventura del desciframiento de la piedra Rossetta. Fue también un obelisco, ascendiendo silencioso Sena arriba, el que sugeriría a Flaubert su posterior Viaje a Oriente. Más que mediado el XIX, sin embargo (la piedra Rosetta fue hallada en julio de 1799), será una criatura plurisecular quien llegue a Europa, emergida del arenal adverso que derrotó a Bonaparte. En La novela de la momia, de Gautier (1858), es el misterio cifrado en la piedra Rosetta, el que adquiere en sus páginas una vida renovada, la vida mayor del arte. Añadamos, en fin, lo que un segmento de la Ilustración entendió como Religio duplex (Lessing y Mendelsshon, por ejemplo), y que consistía en una suerte de religión universal, oculta bajo las solemnidades egipcias. Son todas estas cuestiones las que nos ayudan a explicar la moda jeroglífica que cundió en el XVIII y el XIX -recuerden las magníficas decoraciones de Piranesi-, así como la intensa curiosidad que suscitó la piedra Rosetta.

La piedra Rosetta en un vestigio determinante para revelar el contenido del lenguaje geroglífico del antiguo Egipto

Lo que el periodista norteamericano Edward Dolnick recoge en estas páginas es el accidentado proceso de elucidación de una lengua muerta, sobre la que no se disponía de una muestra comparativa. Esa muestra (un mismo texto vertido en tres idiomas distintos), es lo que convertirá la piedra Rosetta en un vestigio determinante para revelar la contextura íntima del lenguaje geroglífico del antiguo Egipto. Todo esto ocurre durante la vasta campaña de predación de restos de la Antigüedad que tanto franceses como ingleses llevarían a cabo por Europa y Oriente próximo durante el XVIII y el XIX, y cuyos resultados aún se exhiben en el Louvre y el Museo Británico. De hecho, la piedra Rosetta fue arrebatada a los franceses por los ingleses en el propio Egipto, tras la rendición de las tropas expedicionarias. Los protagonistas de esta hazaña, en cualquier caso, son el joven científico inglés Thomas Young y el proto-egiptólogo Jean -François Champollion, el segundo de los cuales será quien complete un hallazgo en el que había participado inicialmente Young, y cuya anticipación en tales investigaciones sería motivo de disputa.

En septiembre de 1822 Champollion ha dado ya con la clave estructural del enigma. Aún pasará años, sin embargo, perfeccionando su intuición primera. Una década después, Champollion moriría, cumplidos los cuarenta y un años, sin que viera la luz su Gramática egipcia. El hecho de esta revelación tendría un efecto, en apariencia, adverso: la nueva capacidad de leer los jeroglifos egipcios, de magnética y escueta belleza, venía a destruir la vieja presunción de que se trataba de un idioma de símbolos, cuyo alto contenido era de naturaleza mística. Presunción que atañía también, como ya hemos visto, al XVIII ilustrado y su Religio duplex.

Para hacer más emocionante su narración, Dolnick se centra en el largo duelo intelectual entre ambos eruditos, Champollion y Young. Dicha atención no implica, sin embargo, que se desatiendan otros aspectos, como los aciertos y las dudas de uno y otro, entre los que el lector avanza con seguridad. La disipación de aquella vaga mística, trufada de exotismo, que se le atribuyó a la cultura egipcia, no trajo, sin embargo, una hora prosaica. Novelas como la de Gautier, ya mencionadas, el Salambó de Flaubert, ambientada en Cartago, o Los últimos días de Pompeya, de Bulwer-Lytton, expanden la novedad de la fantasía histórica, profusamente documentada. El XIX fue, con total justicia, el siglo de la ciencia histórica; y fueron los propios hechos, no sólo clásicos, sino medievales, americanos, egipcios, orientales, etc., los que vinieron en ayuda de otras formas de literatura y nuevos campos para la curiosidad humana. Al cabo, la obra de Dolnick es una breve historia de la curiosidad, aplicada a la entonces novedosa pasión egipcia. En tal sentido, Champollion no será sino un involuntario émulo de Quevedo, cuando escribe, “vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos”.

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