urbanismo

El ladrillo acaba con parte del perfil histórico de la estación

  • Los dos bloques de 15 plantas que se construyen en el antiguo espacio del Toblerone ‘nublan’ la casi bicentenaria silueta del emblemático edificio

  • Solo uno ya supera la mitad de la altura final

  • Así será la imagen del nuevo Toblerone

La antigua estación de ferrocarril, con la intermodal a la izquierda y los nuevos edicios del Toblerone al fondo.

La antigua estación de ferrocarril, con la intermodal a la izquierda y los nuevos edicios del Toblerone al fondo. / R. E.

La antigua estación de ferrocarril no es solo un edificio, es en sí un monumento que durante casi dos siglos ha generado un particular ‘paisaje’. Destaca por encima de cualquier elemento arquitectónico de la zona (a pesar de la Intermodal). A punto de cumplir 175 años, sigue siendo uno de los edificios más llamativos y con mayor historia de la capital.

Pero esta es una imagen que ya se está perdiendo desde una buena parte de su entorno. A sus espaldas se erigen dos torres de edificios, las dos de 15 plantas, y en la actualidad una de ellas apenas ha superado la mitad de su altura y la otra ni ha llegado, por lo que la silueta se seguirá nublando, algo que, lógicamente, no había sucedido desde su construcción, pues que el antiguo Toblerone, que formaba parte del entramado ferroviario de la capital, no sostenía la altura que estos edificios (39 frente a 54 metros).

Almería fue la penúltima ciudad española a la que llegó el ferrocarril. El banquero catalán Ivo Bosch Puig, accionista mayoritario de Sur de España, con vínculos parisinos, encargó el proyecto del edificio principal al arquitecto francés Laurent Farge, discípulo de Alezander Gustave Eiffel -su nombre está inscrito en la fachada-.

Aun combinando variados estilos, la estación se embebía de la torre más famosa de Francia, de la Exposición Universal de 1892 (París), y de Juste Lisch. Es calcada a la estación de Le Havre en su diseño de ventanal sobre unos terrenos que antes eran las huertas almerienses.

Las estaciones en el siglo XIX se habían convertido en símbolo de modernidad y progreso, y los arquitectos rivalizaban en las capitales europeas por levantar las más impresionantes, empleando para ello los materiales de moda. Los febriles hierro y cristal. Las estaciones eran los templos de las tecnologías más avanzadas.

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