Se escuchó el crujido de la madera reseca, el calor era asfixiante, y las ventanas centenarias soportaban mal esas temperaturas. Una mano temblorosa sostenía un visillo de crochet, más para ocultarse de miradas indiscretas, que para preservar la intimidad del hogar. La mujer que se parapetaba tras la ventana, escuchaba con atención el bisbiseo de la conversación de sus vecinos. Era una costumbre nacional que no se había perdido en el pueblo: escuchar lo que se decía en la calle, ocultos tras un visillo, tenía algo de morbo. Al fin y al cabo la vida monótona de unas personas acostumbradas a ver siempre las mismas caras, conociendo de antemano lo que iba a suceder ese día y el siguiente, solo se podía conjurar con el descubrimiento de algún secreto. Los visillos en las ventanas eran una institución, y como todos practicaban ese deporte nacional, los más prudentes nunca hablaban alto en la calle cuando querían salvaguardar una noticia. De repente se escuchó el ruido de la puerta al abrirse, y la voz de su hija reprochándole estar escuchando conversaciones ajenas, bajo el anonimato de las sombras. La madre, pillada “in fraganti”, no rechistó, no entendía qué veía de malo su hija en que ella se pasase horas tras la ventana cuando estaba aburrida, si con eso no hacía mal a nadie. La vio trajinar con agilidad a pesar de llevar unos zapatos de tacón, parecía que tenía prisa por preparar el almuerzo. Mientras, ella la seguía con su mirada nublada por unas “cataratas” que se resistía a quitarse, por si salía mal la operación y se quedaba ciega como su abuelo. Pronto tuvo todo en orden y su hija encendió la televisión: varias personas, sin pudor alguno, despellejaban a un cantante, entrometiéndose en su vida privada hasta hacerla saltar en pedazos, opinando todos cuál de ellos tenía la culpa. Allí, las personas no tenían para ellos más valor que el de una colilla, provocaban verdaderos tsunamis en el alma atribulada de sus víctimas, sin el más mínimo remordimiento, y además cobraban cifras astronómicas por ello. La ventana sin visillo en que se habían convertido las pantallas encendidas en miles de hogares, eran un arma letal de rabiosa actualidad. Había convocadas elecciones, y en esta ocasión los corderos a degollar eran los políticos, nada ni nadie escapaba a sus críticas mordaces, tan versadas en temas de economía, educación o política internacional, por poner un ejemplo, como en el resto de los temas que tocaban. Con la inocencia de una niña, preguntó a su hija porqué le importaba la opinión de esas personas, ella no le veía la gracia a esas comidillas que se comentaban con inquina. Había visto pasar la vida detrás de un visillo hecho con sus propias manos, sin necesitar la opinión de nadie para saber quién le garantizaba su pensión o su salud, y a quien quería votar libremente.

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